Jesús Cobo
2007
Sueños de luz
La estética de Ignacio Llamas
(el contenido completo del libro se encuentra disponible en el PDF y en Publicaciones)
PREÁMBULO
Conocer a un artista es siempre sugestivo. Y peligroso. Para un aficionado a las artes, el trato con un creador puede llenar de luz la fruición de las obras; pero puede también llenar de confusión esa experiencia y, en ocasiones, acabar con el gozo. No hay obra si no hay creador; pero la obra, por grande y prodigiosa que sea, es sólo parte de una vida (entendida en su riguroso sentido biográfico) y, como tal, puede ser traicionada o suplantada por otros aspectos vitales. Qué descanso supone conocer a un artista cuya vida -lo que vemos y entrevemos de ella- se parece a sus obras, entra con ellas en relación de naturalidad. Muchos artistas son así, naturales. En otros, quizá en la mayoría, los azares del mundo y de su propia personalidad rompen la intimidad de la vida y la obra y hacen difícil la armonía que nos parece deseable. (Que sea así, deseable, no implica, desde luego, una estricta necesidad creativa).
Conocer a Ignacio Llamas, hablar con él de arte, comentar frente a él sus obras, ha sido un ejercicio de elevada densidad intelectual. Ignacio no rehuye el acoso teórico. Ello me ha dado acceso a sorprendentes universos privados, íntimos, cargados de espiritualidad. Lo que de tales interioridades puede ofrecernos una obra aislada es siempre sustancial, pero fragmentario. Conocer bien, lo que se dice bien, la obra plena de un artista permite sondear en profundidad su espíritu. No hay artista puro. Ni totalmente impuro tampoco. Son cualidades estimables: el entusiasmo, la fidelidad, el asombro, la inteligencia, la ingenuidad, el coraje. Son impurezas: el fraude, la perversión, la frivolidad, la necedad, el mercantilismo, el plagio. Hacia 1930, en plena convulsión eruptiva de las culturas de entreguerras, Alfonso Reyes, con serena y rotunda lucidez, confirmaba la inalterable sacralidad vitalista del arte: “El don del arte, como el don del amor, es otro orden libre y sagrado de la vida.” El arte como necesidad vital, como costumbre irrenunciable, es propio de elegidos. Entre ellos está Ignacio, cuya aceptación del hecho artístico es total, absoluta. Y jubilosamente desinteresada. Es, en este sentido, uno de los artistas más puros que he conocido. Por eso mismo, he querido abordar este libro con una declarada fidelidad kantiana, aceptando sin reservas que el juicio estético es intrínsecamente desinteresado.
Llamas nació en 1970. Lo he conocido en plena juventud, hace bastantes años. Confieso que, cuando vi sus obras por primera vez, me gustó mucho el estilo y muy poco la técnica. Confieso ahora también que ambos aspectos no estaban tan hondamente disociados como yo los veía. En cualquier caso, mi interés por su estética es relativamente reciente y surgió de forma brusca, creo que a finales de 2002. Tuvo mucho que ver con la contemplación de una de sus obras, En el diálogo. Aquello inauguraba una nueva manera de ver, de concebir y de expresar. Y se apreciaba bien en esa obra la conformidad, que ahora sí era armonía, entre la voluntad creadora del artista y su forma de concebir aspectos esenciales de la vida. Razón de ser y razón de vivir: razón creadora. Plenitud, seguridad, elegancia. Calidades que apuntan a la grandeza de la obra y a la fortuna de una estética. Lo demás, mucho más, que fui viendo y gozando, ha confirmado esa importancia.
Surge este libro como resultado de esa gozosa y repetida reflexión. No quiere superar la condición de ensayo; desea ser, simplemente, una prueba de orientación y de tanteo sobre una estética madura pero juvenil. No hay pretensiones críticas, pero sí literarias. Sus conclusiones, si las hay, quedan abiertas a futuros retoques y precisiones. El libro quiere aclarar, sugerir y orientar; no intenta apenas definir y, mucho menos, adoctrinar. El gozo estético es radicalmente subjetivo y lírico; cuando no se realiza con espontaneidad, de poco sirven las recetas.
Siembra el artista su creación, lo que logró lo siembra (voz o imagen); siembra en el mundo y para el mundo. Luego se vende o no lo que brotó de aquella siembra. Pero vender no es sustancial al arte, ni siquiera accidente de él. Vender -o no vender- es ajeno, distinto. Podrá ser triste no vender, pero, artísticamente, no es malo; es más, resulta, si hablamos con rigor, intrascendente. Muchísimos artistas abonan sus sembrados con fiera intensidad: publicidad, influencias (económicas y políticas), circuitos de inversión; su intento es la obra celebrada y ruidosa, que pueda ser asumida (y devorada) por un gran número de espectadores (de bajísima calidad, por cierto, que, casi siempre, no va más lejos del consumismo cultural pequeñoburgués); no importa que esos contempladores baladíes no disfruten la obra; lo único que se les pide es que difundan su uso. Los artistas que tal hacen, son libres de hacerlo así; pero se están traicionando. El buen artista siembra y espera. Hombres de espera les llamó Gracián. Si la obra es buena, alguien -quien pueda y deba- ha de gozarla un día. La asunción compulsiva -muchas veces histérica- de las obras de arte es un fenómeno social, no estético. Por el contrario, la fruición jubilosa por un espectador -valiente en su ingenuidad- es siempre admirativa. Y emocionante.
En esa forma ingenua de admirar se reconoce al buen contemplador. Correlativamente, el buen artista es otro ingenuo crónico. Sobran, pues, los principios; nunca, la preparación, el trabajo, la idea y, en definitiva, la ética. No puede definirse a Ignacio Llamas por una colección o repertorio de principios que alcanzarían evidencia y desarrollo en sus obras; antes bien, lo que pretende Llamas con ellas es descubrir los principios, hacer saltar la misteriosa cerrajería que los guarda y oculta. No hay en él seguridad sino deseo; no hay conformidad sino humildad; no hay sabiduría sino creencia.