Javier del Campo
2022
Más allá de lo que se atisba
Este texto nace de la duda. Abordar el trabajo de Ignacio Llamas me impelía a recorrer el mismo camino que le ha traído hasta aquí desde sus primeras comparecencias públicas. Las formas en disolución de su obra de los años noventa, levemente contagiadas por la práctica pictórica, en las que los signos gráficos se empleaban como estratos, como sedimentos y, un tanto quizá, como límites para los elementos simbólicos de evocación arqueológica, se fueron sustituyendo paso a paso por artefactos, por estructuras y contenedores. Dispositivos que se antojaban mundos aislados, que se presuponían iniciáticos, pero a los que el espectador solo le era consentido asomarse. Es verdad que esa distancia, física y alegórica, que Llamas nos imponía con sus interiores iluminados e inaccesibles, tenía mucho de perturbador. Las construcciones, siempre impecables, semejaban un mundo grave y un punto ajeno; artificial y oscuro pese a la luz blanquísima que lo envolvía. Desde aquellas recreaciones íntimas, cuyos pasos intermedios fueron prescindiendo cada vez más de la figuración humana, podría trazarse un mapa de certezas que nos condujera sin pausa hasta el trabajo que Ignacio Llamas presenta ahora en el CAB. Sin embargo, a medida que devanaba el hilo y buscaba los puntos de anclaje, más me convencía de que erraba, de que solo me detenía en aquello que parecía darme la razón, como si la obra de Llamas respondiera a un criterio evolutivo natural y el rastro genético proporcionara invariables en cada uno de sus movimientos.
De modo que, de nuevo, reinicio la escritura e intento centrarme en la obra presentada, en su genealogía cuando corresponda, pero sobre todo en su formalización y en su estética. Porque la exposición de Ignacio Llamas en el CAB, planteada como un díptico de opuestos en lo formal, se resuelve en vacío, identidad, sombra y silencio en lo estético. Un tetráptico, a nuestro entender, no escindido, sino sinestésico y confluyente en una común idea, como intentaremos argumentar. Las dos salas en las que nuestro artista ha contrapuesto su obra emplean la luz como recurso de afirmación o negación. “Lo que se esconde en las sombras” frente a “Lo que la luz encubre”; los “Vaciamientos” (contradictorios y contundentes embalajes despojados de su virtud como recipientes) que yacen en el suelo de la sala aclarada rebaten el prisma, leve e ilusorio, de “Donde la luz no alcanza a corregir el defecto”, casi oculta en el interior de una estancia ennochecida solo alumbrada por una tenue luminaria; las obras parietales, las fotografías impresas sobre papel de algodón, delicadas y espectrales, se sugieren como el reverso portátil de la gran instalación dilatada en el solar de la habitación contigua. No quiero extenderme en la dialéctica de inversos, máxime cuando el propio Ignacio Llamas explicaba cómo ambos territorios resumían gran parte de su experiencia creadora como una síntesis bícroma de su preocupación esencial: la identidad humana, los lugares donde se resuelve esta, los mantos y máscaras que la envuelven, la percepción aumentada en la penumbra y aminorada en la exaltación.
Identidad/vacío
No le parecerá extraño a cuantos conocen el trabajo de Ignacio Llamas que la obra que articula el contenido de la exposición, y a la postre, la que le da título, sea “Suspenderse en el vacío”. Situada en un lugar de transición entre las dos salas, resulta imposible prescindir de ella para cualquier visitante. Cuando accede primero a la sala blanca, habrá de contemplarla al transitar hacia la sala negra. Si lo ha hecho al revés, si su deambulación prefirió elegir primero la habitación umbrosa, pagará el oportuno fielato antes de sumergirse en la estancia lucida. “Suspenderse en el vacío” es un acto de contrición que condensa el que, a nuestro entender, es el principal argumento estético de la obra de Llamas y el depósito de su inquietud última: el vacío como zozobra, como tormento si se quiere, donde habita una identidad que nuestro artista desea adánica. La ausencia inherente al vacío como fuente germinal que habrá de borrar cuanto de accesorio ha pervertido el concepto de identidad en su degeneración identitaria. Es decir, una vez más, la conversión de un adjetivo en un sustantivo para sustraernos su verdadero significado. Zygmunt Bauman (Identidad, 2018) planteaba su reparo a un concepto cada vez más circunstancial, ligado a una construcción social, a una pertenencia, a la necesidad de definirnos no por nosotros mismos sino en relación con los demás. Esa identidad, la que se afirma por el lugar de donde venimos o por el sentimentalismo político de afirmación nacional, ha sustituido a la prioritaria identidad que nos definía por lo que éramos. Es a esa primigenia pregunta (¿qué soy?) a la que nos dirige Llamas con su obra, no a la omnipresente, uniformadora y totalitaria concepción pretendida por los estados-naciones-regiones –o cualquier otra entidad administrativa– ni, por seguir con el texto de Bauman, a su reverso “líquido”, la de una identidad mutable a conveniencia.
La relación que Llamas establece entre el vacío y la identidad nos sitúa frente a una cuestión esencial: si el vacío es el no ser, como entendían los presocráticos y más tarde Aristóteles y el racionalismo cartesiano, su existencia es imposible; si, por el contrario, el vacío es real, como explicaron los atomistas antiguos, su esencia vendría a equipararse con el espacio no ocupado. Esa idea, mantenida por la física newtoniana, permanece en nuestro imaginario como una suerte de dominio acotado que la tradición filosófica moderna refuta, con Kant, al identificarlo con la ausencia absoluta. ¿Cómo representar entonces la nada? ¿Cómo sentir la vacuidad completa? ¿Cómo provocarnos el efecto de suspensión incluso de la existencia –propia, ajena– que intuimos distintivo del vacío? Llamas ha construido una escultura en esviaje decidida a partir de dos planos contrapeados y dos recipientes cementicios. La ilusión de cerramiento se verifica por la angulación de las placas de vidrio y su relación con el muro. Aunque no pueden recorrerse por completo, la transparencia del cristal desdobla los segmentos trazados por los planos mientras las vasijas (más pozo que cuenco) actúan como límites espaciales. “Suspenderse en el vacío” se declina sobre todo a partir del astillado de una de las láminas de cristal que corrigen la deseable pureza que asignamos a lo no ocupado. Es, por tanto, un vacío mancillado; un vacío impropio podríamos convenir de seguir la estela de Kant. Llamas se guarda una última carta: la iluminación se dirige al interior de los vasos, se desplaza hacia los límites que cierran imaginariamente el conjunto. Me gustaría pensar que en esas cisternas el espectador intuye la gravedad del vacío, su solemnidad y su rito.
Sombra/luz; intuición/silencio
En el repaso de la bibliografía, que entendía más acertada para comprender la ascendencia de esta pieza, regresó a mi memoria la exposición que el Palazzo Fortuny de Venecia dedicó al concepto de intuición en 2017. En su espléndido catálogo (Intuition, Axel & May Vervoordt Foundation, con curaduría de Daniela Ferretti y Axel Vervoordt) Margaret Iversen escribe un capítulo titulado “Illuminazione profana”. La intuición, nos dice, es una facultad o una forma de conocimiento que hunde sus raíces en Benedetto Croce y en Henri Bergson. Del filósofo francés entresaca Iversen una cita esclarecedora: la intuición circunda el núcleo luminoso de la inteligencia científica; nos permite captar lo que la inteligencia no llega a atisbar. Es, por tanto, una potencia reveladora, un registro que permite aflorar los indicios que nos guiarán hacia la correcta comprensión de algo. Un poco más adelante Iversen nos lleva hasta el lugar que nos interesa, por su relación con la obra de Ignacio Llamas, cuando refiere el ensayo póstumo de Roland Barthes La préparation du roman (2003). En él Barthes alude al término satori, propio del budismo zen (la suspensión total de la mente y la entrada en el territorio de la iluminación extática), como “una fractura del vacío que acompaña el cese del lenguaje en su encuentro con lo real”. Esa relación entre iluminación (como experiencia espiritual) y vacío, solo puede concluirse, entendemos, bajo el dominio de la intuición que habrá de proporcionarnos un estatus de revelación. De otro modo, el vidrio resquebrajado de la obra de Llamas cobrará una presencia opaca e impenetrable y perderá su esencia trascendente, precisamente la que sitúa al espectador ante una experiencia ultraterrena. Intento deliberadamente sortear (con poca fortuna, creo) términos propios de la mística religiosa para mantenerme lo más próximo posible a la idea de iluminación profana, entendida como un sistema alternativo al conocimiento racional, por seguir el texto de Iversen.
En la citada exposición veneciana (Intuition) varias obras aludían, es fácil de imaginar, a la luz –a su efecto– y al silencio que nos proponemos escrutar en la propuesta de Llamas. El silencio vendría a ser la constatación sensitiva del vacío. La ausencia de sonido como forma musical es una de las mayores aportaciones de la estética de la segunda mitad del siglo XX, pero a ello nos referiremos un poco más tarde, porque ahora nos interesa el silencio como espacio de concentración ante el que cada palabra pronunciada no puede más que ser entendida como una inconveniencia. La voz del silencio, para escuchar solo el eco de nuestra indagación, que Llamas amplifica con los colores de la bruma. No hay lugar para el brillo. Los paisajes vegetales de sus fotografías se sumergen en una atmósfera líquida de sutileza y dócil ambigüedad. Sin quebrantos, sin crispación, pero sí con lugar para el estremecimiento, para la palpitación. De todas las obras presentadas por Ignacio Llamas en su exposición en el CAB la que de manera más decidida aborda la preocupación por el silencio es “Lo que se esconde en las sombras”, una instalación expandida por el suelo de la sala obscura creada con discos informes y vasijas de cemento. Solo dos de estas artesas se sirven de luz, lo que acentúa la solemnidad de la pieza, obliga a su contemplación cautelosa e impele a la quietud y el sigilo. Llamas amplifica la sensación de espacio con el uso de la penumbra. Al desvanecerse las formas, el lugar se antoja infinito, prolongado más allá de lo que se atisba. El silencio, además, actúa como un marco de aislamiento que persigue individualizar la experiencia de cada espectador.
Pero Llamas utiliza la música. Sus instalaciones son sonoras. Se acompaña de sonidos muy elegidos, precisos, nada casuales. Un modo, detalla él mismo, de subrayar el silencio, de cerciorarnos de su vigencia, de acudir a su refugio. Creada a partir de collages sonoros (instrumentos, accidentes atmosféricos, sonidos electroacústicos), funciona como un gran mapa en el que las curvas de nivel generan ondas elásticas que provocan una cierta tensión emocional. Como es sabido, el sonido necesita de un medio material para propagarse. No hay sonido en el vacío. Es la ausencia de sonido la que intuimos como una forma de vacío. La célebre composición de John Cage 4’33’’ (el tiempo exacto decidido por Cage en el que el silencio de una orquesta sinfónica permitía que todos los sonidos ambientales ocuparan el lugar de la “música”) certificó la imposibilidad de sustraerse al ruido, pero también su fama ha acabado por velar otras de sus interesantes creaciones, como Imaginary Landscape (1951), en la que dos técnicos de radio manejaban uno la sintonía y otro el volumen para obtener una retícula que separara la recepción de la percepción. Como cuenta Alex Ross en su popular ensayo El ruido eterno (2009), los collages de Cage obtenidos a partir de grabaciones de casette y emisiones radiofónicas ensambladas con métodos aleatorios (una tirada de dados o un happening artístico) perseguían acercarse más a la violencia que a la delicadeza asociada con la música clásica. En el otro colosal ensayo de Alex Ros, publicado solo un año después (Escucha esto), éste dedicaba un capítulo a John Cage bajo el elocuente título de “El fin del silencio”. 4’33’’ ha sido bautizada como la pieza silenciosa, pero su objetivo es hacer que la gente escuche, nos dice Ross, quien cita la famosa frase de Cage: “No existe eso que llaman silencio”. El manifiesto mudo, como ha sido también llamado, fue definido por Cage como “un acto de encuadre; un momento de atención con objeto de abrir la mente al hecho de que todos los sonidos son música”. Ross acertadamente refiere la aversión, cuando no desprecio, que el mundo “profesional” de la música mantiene con John Cage y la contrapone con la influencia (estatura monumental, dice) que ha alcanzado en las artes visuales. Asistir a una representación de una obra de Cage obliga al espectador a convertirse en actor de una performance. La actitud de escucha militante a la que nos somete no es cómoda para nadie, por más que Cage la envolviera de filosofía zen como contraposición al narcisismo occidental. El goteo tonal que emplea Llamas provoca una rara tensión ascensional. El sonido se percibe como una caída desde lo alto, como si lo buscáramos sobre nuestras cabezas y lo “viéramos” precipitarse hasta nuestros pies. Son el sonido y la luz las que afectan a la fuerza de la gravedad, nos dice la física, y sus ondas transportan energía, pero apenas masa. Llamas expande con su composición sonora el campo de representación provocando un instante, presentido, en el que la fuerza gravitatoria ensancha el espacio que ocupamos y cesa toda sonoridad. El silencio es escucha, en suma, intencionada, activa y reflexiva.
No es casual que ya, por dos veces, haya aparecido la palabra zen en este texto. Una gran parte de la retórica literaria que acompaña el trabajo de Ignacio Llamas ha incidido en esta corriente filosófica que ahonda en la meditación severa para percibir la verdadera naturaleza del conocimiento, no como una profundización intelectual sino como un mecanismo de comprensión de los demás. En este sentido sí resulta relevante la progresiva desaparición de la figura vertebrada en la obra de Llamas. La retirada de todo lo anecdótico, de todo lo cosmético, persigue reforzar, precisamente, la presencia esencial humana. En sintonía con la estética zen, el despojo de artificio contemporiza mal con lo narrativo. No hay ficción, no hay apología, no hay referencias iconográficas. Cuanto tenemos de humanos, en la obra de Llamas, se reconoce en la calma que precede la iluminación.