Pilar Cabañas Moreno
2006
Memorias de Luz / Espacios de Comunión
Un sabio y genial artista como Picasso estaba convencido de que “Un cuadro tiene vida propia, como una criatura viva, y experimenta los mismos cambios que nos afectan a todos en la vida cotidiana”(1). Por tanto, la obra es, pero también cambia.
Estamos convencidos de que una vez acabada, la obra no está condicionada por los deseos, las interpretaciones o las inquietudes del artista, y por esta razón se entiende que la obra de arte adquiere distintos significados, e incluso puede ser leída por cada espectador de un modo diferente. La comunicación está siempre marcada por la subjetividad, y aún más si cabe cuando, como en el caso de las artes plásticas, no median las palabras y la resonancia connotativa del lenguaje utilizado es tan potente.
¿Pero y si cambiamos las obras de contexto?, ¿se puede alterar la respuesta racional y emotiva que provocan en el espectador, su comprensión?, la obra ¿sigue siendo la misma? Creo que estos son interrogantes que vemos aflorar en los últimos trabajos en los que se ha involucrado Ignacio Llamas.
Sus cajas encierran microcosmos interiores ante los que cada espectador se siente interpelado de un modo personal. Nos proyectamos en ellos deleitándonos con los fragmentos de soledad que nos ofrecen; nos sentamos delante de espacios despojados de todo adorno que ignoran lo banal; caminos que tardamos en recorrer o escaleras que tardamos en subir, tiempos que detienen nuestro ritmo frenético y nos hacen conscientes de que la vida solo es un tránsito, tiempos que debemos recorrer de presente en presente; luces que con sus sombras o resplandores nos invitan a trascender la pura apariencia.
Y esto sólo se consigue gracias a un concentrado trabajo en el taller donde las dudas y la renuncia se suceden para que las proporciones y la definición de los elementos, la blancura y la verdad de los materiales, amalgamados con gran decisión y honestidad, ofrezcan al espectador una obra aparentemente sencilla. Las dificultades y complicaciones del trabajo son secretos de la vida oculta de la obra que no deben aparecer. ¿Acaso conoce alguien la fatiga de la planta que hace brotar una flor?
Esto es lo que percibe el espectador tras la belleza de sus obras: la naturalidad de la creación, y también la autenticidad del artista. Decía Fernando Zóbel que el artista no ha de forzar a nada, simplemente ha de presentar. Ignacio Llamas nos presenta, pero no puras escenografías, o ingeniosas maquetas, sino el trasfondo velado de esa vida interior plena.
¿Pero qué ocurre si estos microcosmos los sacamos del taller o del marco de una galería de paredes impolutas, y los colocamos en una vivienda en construcción, o los desperdigamos por las diferentes estancias de un antiguo edificio cargado de tiempos pasados?
La respuesta hay que buscarla en la consideración de la “comunión como valor estético”. Así como cualquier persona no encuentra pleno sentido a su existencia si permanece aislada, si se niega a sí misma la posibilidad de interrelacionarse con su entorno y con sus semejantes, del mismo modo, la obra artística no debería ser considerada como un ente independiente. Cobra su máxima fuerza y expresión cuando establece unos vínculos de relación, y estos son bidireccionales, es decir, de la obra al espectador, y del espectador a la obra, pero también de comunicación de la pieza con el entorno, y del entorno con la pieza. Quisiera aclarar a este respecto que el término entorno debe entenderse tanto en su acepción espacial como temporal, así mismo también como el contexto conceptual y el estético generado por las otras obras junto a las que se encuentra. Esta relación desapegada y de escucha, que se produce entre el Espectador-Obra-Entorno, es lo que denominaba anteriormente “de comunión”. Del desprendimiento de mis prejuicios, de las preocupaciones, del protagonismo, de mis propias ideas, surge la profunda capacidad de escuchar lo que la obra pueda comunicarme, a mí simple espectador. Del mismo modo la persona encargada de situar la obra un determinado lugar (dentro de una muestra, en un museo, en un espacio público o privado…), deberá hallar en el delicado equilibrio de relaciones cúal ha de ser el modo de vincular las obras con el entorno, velando su presencia en unos casos, o proyectándola en un primer plano en otros.
La obra no vive por y para sí. Es necesario que esté siempre en constante diálogo con el hombre y con su entorno, incluso en otros contextos, en otras épocas. Es ahí donde radica su universalidad, en establecer vínculos de unidad con otras gentes, con otros lugares, con otros tiempos.
Recientemente el eminente hispanista Jonathan Brown, uno de los más reputados especialistas en Velázquez, hacía notar en una entrevista que había ido a Londres a visitar una exposición de Velázquez en la National Gallery , y apuntaba que “con una instalación muy inteligente, se vuelven a ver cosas que antes se nos han escapado”, y continuaba “hay que diferenciar entre exposición científica con un propósito serio y otras que no son más que juntar unas obras y poner un título ampuloso”(2).
En la constatación y en la crítica que en torno a las obras y las exposiciones hace Jonathan Brown, vemos corroborado lo que apuntábamos anteriormente. Las creaciones contienen en sí una energía potencial que quien las contempla, artista, conservador, comisario o simple espectador, debe ser capaz de liberar. Esta energía de sabor estético y conceptual emana sencillamente de la contemplación de la obra, pero cuando quien manipula la obra no la escucha atentamente, puede ocurrir que la obra pierda su voz. Por el contrario sus significados se enriquecerán si se logran entablar auténticas relaciones de comunión, con el espacio, la luz, el contexto histórico y temático, de unas piezas con otras, de los textos que la acompañan…de modo que el resultado sea la unidad, donde no haya distinción siquiera entre concepto y forma, espacio y obra. Y en consecuencia, “se vuelven a ver cosas que antes se nos han escapado”.
En esta ocasión, sacadas de la galería, las obras de Ignacio Llamas forman parte de un diseño expositivo concebido por él, y en el cual ha intentado dialogar y comunicarse con gran desprendimiento y sinceridad con el entorno, favoreciendo una nueva comprensión de su obra, que nos hace conscientes del paso del tiempo, y del valor del eterno instante presente vivido con profundidad. Un nuevo discurso, que curiosamente no anula la lectura hecha de la pieza en si misma, sino que multiplica los matices de sus significados.
Son cajas dentro de una caja mayor que nos permite recorrerla físicamente, en este caso, el antiguo convento de Jesús y María de Toledo, convertido en su Archivo Histórico Provincial.
Dejamos la calle atrás para penetrar en el tiempo atravesando unas cortinas, construidas con fragmentos de documentos que el Archivo custodia: actas notariales, bulas, loterías, contratos, testamentos… Despachos, papeles y legajos, pero tras ellos son muchas las existencias acumuladas. Generaciones que se han dado el relevo hasta llegar al presente. Pasado y presente, muerte y vida, vida y muerte. Suenan las campanas.
Nos encontramos entonces con las cajas de Ignacio Llamas, imágenes tangibles de ese ser humano que es el protagonista eterno de aquellos documentos, que como él, también tienden a deshacerse con el tiempo.
Contemplando el interior de las cajas y reflexionando sobre lo inmaterial del hombre nos acercamos al gran muro, que como la historia está construido de pequeños episodios. Tras él, una nueva llamada de atención sobre el verdadero protagonista, ese hombre que en el pasado y el presente se enfrenta a la vida desde una intimidad habitada tan solo por sus luces y sus sombras, y donde aquello que no es esencial no tiene cabida.
El tiempo empleado en hacer el recorrido visual por el interior de las cajas encuentra su paralelo en el itinerario que el espectador ha de realizar por la exposición “Memoria de presencia, memoria de ausencia”: espacios que atravesar, aberturas por donde mirar, vanos que cruzar, escaleras que subir, luces que nos invitan a pasar, estancias que retienen nuestro paso… Cajas de líneas cortantes y blancos luminosos que contrastan en una de las estancias con el abandono del paso del tiempo. Las paredes desconchadas heridas por los días, los años, los siglos, que han perdido su maquillaje para desvelar su auténtica naturaleza. Como aquellos árboles que dejaron caer sus hojas y muestran sus troncos desnudos, desprovistos de todo afeite. Recordamos las campanas que tocaban a muerto al entrar. Vanidad de vanidades, todo se marcha y ella siempre llega. Pero en medio de estos techos apuntalados, de puertas descolgadas, y paredes polvorientas, desde el interior de las cajas sigue saliendo la luz. Son oasis de verdad, islas de bondad, reductos de belleza, posibles vidas llenas de valor que permanecen para brillar siempre.
La razón de ser del archivo nos describe el tránsito del ser humano de la vida a la muerte. La exposición nos conduce de la muerte a la vida, de las campanas al corazón.
Nos queda el último tramo del camino. Una pasarela en la oscuridad que nos invita a ser recorrida insinuándonos con una luz la pregunta de ¿qué habrá al final?, ¿qué hay en lo más profundo? El vano de una puerta nos espera. En medio de la sala tan solo una gran caja. Arropados por la bóveda de ladrillo, nos acercamos y escuchamos el ritmo del eterno presente continuo. Es el corazón del hombre, que late siempre escondido detrás de cada acontecer, de cada pequeña o gran historia.
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(1) Picasso. Trazos y dichos. Ediciones Grupo Zeta, Barcelona, Madrid, Buenos Aires, México D.F., Santiago de Chile, 1997, p.58.
(2) Entrevista de Manuel Calderón. La Razón, domingo 19/11/2006, pp.6-7