Nadie nos enseña a morir, tampoco a vivir, 2024
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Hormigón, yeso, luz y sonido.
Medidas variables (130 x 200 x 400 cms aprox).

Nadie nos enseña

La instalación artística «Nadie nos enseña a morir, tampoco a vivir» nos invita a reflexionar sobre los aspectos fundamentales de nuestra existencia: la vida y la muerte, la materia y el espíritu, lo tangible y lo intangible. 

En esta obra, un gran vaso de hormigón se erige como un contenedor, simbólico de la condición humana. Su presencia robusta, marcada por grietas, manchas e imperfecciones, es un reflejo de la vida misma, de las cicatrices y huellas que nos dejan las dificultades, traumas y complejos que todos arrastramos. Estas imperfecciones no son errores, sino testimonios de lo vivido, de la fragilidad y la transitoriedad del ser. En su interior, se encuentra un espacio vacío, inmaculado, que nos habla de la esencia pura y luminosa, que es inmutable, y que reside en lo más profundo de cada individuo, más allá de las limitaciones. 

Las siete piedras que acompañan la obra, dispuestas a su alrededor, hacen alusión a la parte racional del hombre, aquella que, en ocasiones, limita o estructura nuestra percepción espiritual. Estas piedras, representaciones de la lógica y el control, en su rigidez pueden obstaculizar el acceso a la comprensión profunda e intuitiva de nuestra propia existencia. También nos recuerdan que la racionalidad no es incompatible con la espiritualidad, sino que el camino es la integración de ambos aspectos del ser.

A través de esta dualidad, la instalación nos invita a cuestionarnos cómo habitamos nuestros propios cuerpos y nuestras psique, cómo nos relacionamos con lo efímero de nuestra existencia y cómo, a pesar de las heridas, siempre tenemos la posibilidad de sanarnos.

 


Ser vulnerable

Un vaso, en su esencia, puede contener vida y muerte: acontecer útero y urna funeraria. La vida y la muerte, lo natural y lo artificial, lo material y lo espiritual, la luz y la sombra, la felicidad y el dolor se disuelven en una única entidad. 

La obra nos invita a reflexionar sobre la vulnerabilidad, es decir, la capacidad de mostrarnos en nuestra máxima fragilidad. Ser vulnerable es una virtud, un acto de valentía que nos permite crecer y mostrarnos humanos. 

La aceptación de nuestras imperfecciones nos conduce a la sabiduría y nos permite fluir con la vida sin resistencias.