Exposición

Intromisiones, 2006
 

Fernando Sordo e Ignacio Llamas
Muestra realizada en una vivienda en construcción, Toledo

CUANDO SE ESCUCHA EL SILENCIO

Este es el título de la intervención que Ignacio Llamas y Fernando Sordo han realizado sobre una arquitectura en construcción de los arquitectos Josefa Blanco Paz y José Ramón González de la Cal.

Intromisión y entremetimiento. Acción o efecto de entremeter o entremeterse. Entremeter: meter una cosa entre otras. La exposición ¿es simplemente eso?

¿Se trata de una obra única? Construida con elementos de ambos artistas, sobre la obra arquitectónica de un tercero, podríamos pensar en un cofre lleno de tesoros. Pero no es así, porque cuando imaginamos esto, el cofre pierde su importancia, se hace mero contenedor de aquellas piezas guardadas o escondidas en su interior. En este caso las piezas pierden protagonismo en función del lugar en el que han sido depositadas, y ganan un nuevo valor, precisamente por el desapego que cada artista ha tenido de ellas, entregándolas como pequeñas respuestas a la gran obra realizada juntos.

Podríamos hablar de la obra de Ignacio Llamas como de pequeños microcosmos interiores, unas veces recortes de una realidad a cielo abierto, y otras encerrados en blancos contenedores. Esta arquitectura de líneas rectas, de huecos rectangulares, distintos niveles de planos horizontales unidos por escaleras, de grandes ventanales abiertos a jardines interiores y exteriores, adquiere el carácter de esa caja en la que podemos entrar físicamente y no solo mentalmente.

Si en cada caja todo elemento ha sido medido y calculado en dimensiones y efectos, igual ha ocurrido en este recorrido laberíntico concebido por ambos artistas, donde la arquitectura ha demandado o sugerido incluso la mimetización de algunas de las piezas de Fernando Sordo. Dentro de una arquitectura ortogonal las piezas de este artista empatizan por la geometría que en sí mismas contienen. Una geometría que en ocasiones se impone visualmente, y en otras acaba por diluirse en el vacío que domina sus espacios, pero que parece estar siempre presente como principio rector. En esta ocasión se olvida la personalidad de la obra en si misma, para hacerla dialogar en un contexto, en un juego de relaciones. Cada obra ha sido enclavada estudiando luces y perspectivas, paralelismos arquitectónicos, sutilezas de sombras, o impresiones emocionales. Las palabras de sus cuadros retienen nuestra mirada y encapsulan el tiempo, ese mismo tiempo que los dos artistas requieren del espectador para conducirlo por un recorrido espacial en el cual los distintos estímulos invitan a la introspección, a un viaje al interior de uno mismo.

Recorrido y laberinto. Dos palabras que definen perfectamente la exposición.

Como protagonista indiscutible la oscuridad de la noche, y como rivales ocultos la luz de cada una de las piezas, que a modo de señuelos o tentaciones, nos hacen ir de un lugar a otro buscando sin saber. Las paredes de ladrillo rojas con chorretones de cemento, todavía sin enfoscar servían de soporte a las primeras piezas. Son aquellas que recorremos como abejas que buscan el delicioso néctar.

Una secuencia de vanos nos adentra en un espacio distinto de paredes de hormigón. Son vanos que si nos giramos están habitados por la pieza que dejamos atrás. No hay una única dirección de búsqueda o de mirada, pero sí una continua sorpresa por la belleza conseguida.

Percibimos una nueva calidad del espacio que se impone. Las obras renuncian a su protagonismo para intentar hacerse uno con el lugar que las acoge. Sería un error decir que esta arquitectura es sumamente idónea para hacer un montaje teatral, caja de una ficción, porque no es así. La construcción no es simplemente un sujeto paciente que recibe, sino protagonista a la par. Se trata de un juego en el que cada uno, el espacio y la obra, ganan el todo. Las piezas no habitan el espacio, forman parte de él, y siendo una cosa sola, hablan al que deambula al unísono.

Esa nueva calidad del espacio permite ver con mayor definición los muros y los vanos. La horizontal predomina. La distancia entre unas obras y otras no mantiene el ritmo pautado en la primera parte, que recorríamos algo distraídos. Hay un gran espacio vacío que requiere toda nuestra atención, y como contrapunto en uno de sus extremos una gran densidad de obra. Silencio en la búsqueda y repentina aceleración.

Al retroceder nuestra mirada nos proyecta hacia un muro donde se dibujan las sutiles formas de los enormes y secos yerbajos que se han adueñado del espacio del jardín.

El siguiente paso es descender por una angosta escalera de limpios perfiles. La iluminación llama la atención sobre el protagonismo de este espacio y al tiempo nos hace sentir que estamos verdaderamente dentro de alguna de las cajas. Nos conduce al espacio más silencioso. La calidad y el color del hormigón encofrado nos invitan a girar hacia la derecha. Una entrada en acodo nos hace sorprendernos, un ventanal a modo de tragaluz cierra y abre la pared del fondo. La cualidad del espacio genera su propia atmósfera. La luz y el hueco te atraen, y solo cuando has llegado hasta allí, te has asomado, eres capaz de girarte y ver el gran cuadro de Fernando Sordo. En medio de este silencio y sutilezas de luz, la obra se revela como el tesoro en la sombra.

Aquello que hemos ido buscando en el recorrido, aquello que requiere de la verdadera mirada interior para ser encontrado. Las infinitas capas de su pintura parecen susurrarnos que lo más valioso suele habitar en las profundidades. Fondos lechosos, texturas traslúcidas, formas que flotan… es el vacío donde todo se genera, esa semilla de absoluto que cada hombre lleva dentro.

En la estancia contigua arrinconada, y obligándonos a buscar por dónde introducir nuestra mirada, hay una pieza de Ignacio Llamas. Al acercarnos escuchamos el sonido de un corazón. Entendemos entonces que hemos acabado nuestro recorrido por el laberinto. Hemos llegado hasta lo más profundo, allí donde se genera la vida. Sólo en el vacío, en la renuncia a nosotros mismos, somos capaces de escuchar el latido de nuestro propio corazón, que resuena como parte de la humanidad.

Y esta experiencia estética que Fernando Sordo e Ignacio Llamas nos han empujado a hacer, ha sido posible exclusivamente gracias a su trabajo en comunión, a ese trabajo de diálogos y comunicación, en primer lugar entre ellos, renunciando a la pugna por convertirse en protagonistas rivales frente al posible público, y en segundo lugar por la estrecha comunicación conseguida entre las obras y el espacio en el que se hallan insertas. Esta idea de comunión, convertida en proceso de trabajo, ha hecho que la riqueza de las obras se potencie desde la humildad de quien abandona el pedestal.

Gracias precisamente a esta tensión de la renuncia, y a su amor apasionado por esa belleza que es capaz de conmover, el espectador consigue recorrer con éxito, no una arquitectura marcada por la presencia de las obras, sino el recóndito interior de sí mismo.

Al regresar a la superficie se han acallado los ruidos que traíamos al llegar, y aflora en nuestra alma un silencio inexplicable.

Pilar Cabañas Moreno