Francisco Carpio

2013

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Habitaciones del alma

Ya que contemplé con mis ojos la Belleza, / y hube de soportar la pregunta de los hombres: / “¿Ves la Belleza? ¿Cómo es?”, / mientras sus ávidos labios brillaban ignorantes, / quiero ahora esperar la Muerte / y naufragar dulcemente en su Mar, /dejándome, / como una ola que a las otras / no parezca demasiado extraña.
Dulce naufragar, del libro Yo fui Scardanelli, Ed. El Toro de Barro, Cuenca, 1986.
Francisco Carpio

 

 

HABITACIONES DEL ALMA

La persecución –y consiguientemente la consecución- de la Belleza ha supuesto siempre uno de los anhelos más milenarios, deseados, y buscados de ese también milenario proyecto de proyectos que es el ser humano. Dentro de los plurales senderos que nos podrían llevar a ella, el arte constituye, sin ninguna duda, una de sus rutas más transitadas, más holladas, pero igualmente más subjetivas. Aceptemos que existen tantos ideales de belleza como espíritus capaces de generarla… y de apreciarla.

El pensamiento estético de Occidente, a lo largo de hitos tan diversos como puedan ser Kant, Hume o Berenson, nos conduce, en un dibujo continuo de rara perfección circular, a la concepción platónica de la belleza ideal.

Como señala José Jiménez en su Teoría del arte, “En Platón, la Belleza es, entre todas las Ideas-Formas, la que posee más esplendor, la más manifiesta (Fedro), y es ése el motivo de que, a través de la `más clara de nuestras sensaciones: la vista´, suscite en nosotros al contemplar los cuerpos bellos el recuerdo de cuando nuestra alma la contemplaba en todo su esplendor y pureza, y el anhelo de volver a esa contemplación […] Queda así representada la dinámica que origina lo que tradicionalmente se llama `escala de la belleza´ por la que, según Platón (Banquete, Fedro), y con la intervención decisiva de Eros, nos remontamos de la belleza sensible a la belleza inteligible, y de ésta a la Belleza en sí, a la forma esencial o ideal de lo bello…

Estas someras reflexiones sobre el concepto de Belleza se han ido posando sobre el húmedo paisaje de mi cerebro–como los copos multicolores de una nieve mental- a medida que empezaba a reflexionar para escribir este texto sobre el proyecto expositivo de Ignacio Llamas, Fisuras.

Y, precisamente, por las fisuras de los surcos de la geografía de mi mente comenzaron a filtrarse las propias palabras de nuestro artista: “La belleza transmitida a través de la forma es el elemento esencial de la obra de arte, no sólo, porque mediante ella se comunica el contenido, también, porque es uno de los atributos del ser […] La función del artista es doble. Por un lado, debe transmitir y comunicar la belleza; y por otro, debe generarla…

De esta manera, queda clara cuál es una de las principales fuentes de energía que mueven su motor creador: la búsqueda de la belleza; pero, no lo olvidemos, su propia concepción de belleza, tan personal, subjetiva y emotiva como pueda ser la de cualquier otro que la persiga. Transmitir, generar, comunicar. No son propósitos precisamente poco ambiciosos. Y tampoco dejan de tener un punto de osadía, o incluso de atemporalidad, ya que –convengamos de inmediato- la belleza no es término-concepto-deseo fácilmente aceptado y abrazado por las complejas mecánicas del arte contemporáneo. Así pues, aceptemos el valor –tal vez quimérico- de su empeño…

Pero junto a ello, y como ecos análogos que rebotasen igualmente en el mismo cuerpo del espíritu, encuentro otros dos argumentos-alimentos que actúan del mismo modo como generadores del discurso artístico de Ignacio Llamas.

Por una parte, la idea de viaje (viaje interior). Volvamos de nuevo a sus propias palabras: “… la obra de arte se convierte en un viaje interior, un viaje hacia el corazón del artista, hasta el corazón de la humanidad. Viaje que lleva a cabo, en primer lugar, el artista como creador y posteriormente lo realiza el espectador…

Desde los drakkars vikingos, hasta los singulares pasajeros del Romanticismo, el acto de viajar ha supuesto una constante búsqueda del hombre para encontrar y traspasar límites, los del planeta, o los suyos propios.

Decía Henri de Montherlant que “de todos los placeres, el viaje es el más triste”. No estoy yo tan seguro, aunque sí desprende un invisible aroma a melancolía y a memoria sepia. De lo que sí estoy seguro es que se trata del más personal, el más intransferible. Placer, tristeza, búsqueda, descubrimiento o transgresión, lo cierto es que arte y viaje han recorrido juntos un largo trayecto de encuentros y desencuentros.

Pero no siempre el viaje físico es también el más fecundo, el más completo. En ocasiones, el artista -como ocurre con estas obras- inicia un viaje interior, encontrando igualmente entre las cuatro caras del cofre mágico de su estudio, todos los paisajes, todos los rostros, todos los cuerpos, todas las pasiones, todas las esfinges y enigmas que necesita para crear su inquieto –aunque quieto- universo.

Y junto a este móvil-inmóvil viaje al interior de uno mismo, la otra luz que alumbra la epifanía de sus intenciones es, precisamente, la propia luz.
El arte y la luz han vivido un cálido idilio a lo largo de sus respectivas historias (Cultura vs. Naturaleza). Así, numerosos artistas han encendido –y a veces incendiado- las bombillas de sus cerebros y de sus obras con su luminosa energía. La luz, entendida –y sentida- como metáfora, energía, concepto y símbolo, ha iluminado, pues, con el calor y el color de sus rayos buena parte de las principales manifestaciones del arte y de la cultura.

Este carácter simbólico y sacralizado de la luz ilumina asimismo sus obras, dándonos fulgores para aprehenderlas, y dándonos también sombras para recrearlas. Definitivamente, la luz como una de las Bellas Artes…

El proyecto Fisuras se articula a lo largo de tres ejes-espacios esenciales: Refugios del Misterio, Cercar al Silencio y Desolaciones/Ausencias. Cada uno de ellos se interrelaciona con los otros dos desde un plano formal y también conceptual.

MÁQUINAS DE COMUNICAR(SE)

Señala Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos: “La habitación es símbolo de la individualidad, del pensamiento personal. Las ventanas simbolizan la posibilidad de entender, de transir a lo exterior y lejano. También la comunicación de cualquier especie. Por ello, la habitación cerrada, carente de ventanas, puede simbolizar la virginidad, según Frazer, o también la incomunicación de otro carácter…

Estas estructuras-contenedores-habitaciones… que muestran Refugios del Misterio son, también, un símbolo de lo individual, que se expande de dentro hacia afuera, y que, más que una máquina de habitar (Le Corbusier dixit), se convierte en una máquina de comunicar(se); una auténtica invitación –más aún, una incitación- a que el espectador se adentre en ellas, a través de su mirada, y sobre todo a que lo haga desde una voluntad decididamente (inter)activa, tal como lo haría el eco de un sonido indefinible al rebotar, rebotar, rebotar, en las aguas de un espejo. Nunca una actitud mera y simplemente contemplativa.

Pero, a su vez, esta voluntad –y eso es tal vez lo más sugerente de esta propuesta- genera un singular efecto dialéctico y hemisférico: como si se tratara de otra superficie especular más, esa mirada, que inicialmente se dirige al interior de un espacio, termina mutando en otro tipo de viaje (palabra-concepto, una vez más, clave en estas obras) hacia el propio interior de aquel que ha lanzado esa misma mirada. Del interior de un lugar, un topos, al interior de un ser, un ethos.

Al igual que si fuera un inquietante trayecto de ida y vuelta, nuestra visión se expande dirigiéndose hacia nuestro propio núcleo humano. Y en este recorrido –como ya he señalado- la luz, una luz cálida, acogedora, benéfica, se constituye en nuestro principal compañero de exploraciones. (EX)cursiones. (IN)cursiones…

El viajero-ojo (que es el viajero-espíritu) habrá de encontrarse en su deambular con una serie de elementos físicos –al tiempo lo son igualmente simbólicos- que convierten en entes materiales los accidentes y espectros de nuestra propia geografía interior. Por esos páramos, valles, lomas y mesetas del espíritu pasea el alma, con la anhelante y quizás quimérica esperanza de transmutar en vida, calor y color –como hacía el alquimista, convirtiendo en oro la ganga mineral- la música interna de nuestros dolores y angustias. Un réquiem transformado en elegía.

A diferencia de la estancia donde transcurre la acción de Huis Clos (A puerta cerrada), en la que los cuatro personajes de la obra de Sartre se encuentran atrapados en un espacio infernal -«El infierno son los otros» («L’enfer, c’est les autres«)-, en un cubículo del que no pueden escapar, los espacios interiores de Ignacio Llamas nos transmiten una sensación bien distinta: están concebidos para que nuestra mirada deambule por dentro, para que el rostro de nuestros ojos converse con el de sus habitantes: esas piezas de mobiliario, esos objetos cotidianos, esas luces y esas sombras que no sólo no están atrapadas –como si lo están los habitantes del “infierno” sartriano- sino que por el contrario establecen un diálogo profundo, misterioso y poético con nosotros, con todos aquellos que no somos –por lo menos aún- el infierno…

También, en cierto modo, estos contenedores me recuerdan a las cajas de Joseph Cornell, esos fascinantes escenarios de un teatro de sueños y de imaginaciones, en los que los objetos dejaban de ser cotidianos para volverse magia delante de nuestros ojos.

Las cajas que construye nuestro artista son, pues, una suerte de mágico teatro, concitando el encuentro de ciertos objetos –no casuales, aquí nada tiene que ver el azar, tal como lo concibiera Isadore Ducasse-, que invitan al espectador a contemplarlos activamente, en una especie de interactividad mental-sensorial, como si se tratasen de sugerentes –y en cierto modo reconocibles- escenarios.

Unos escenarios que albergan asimismo el cuerpo audible del sonido, haciéndolo en gran medida visible, esculpiendo a través de él espacios. Ver el sonido no es una utopía, sino más bien una manera de interrelacionar y expandir nuestros sentidos. Otra posibilidad de sinestesia no muy diferente de aquella que perseguía Kandinsky al afirmar que podía “oír colores”. Este es, a mi juicio, uno de sus rasgos singulares: son sonidos que –obviamente- podemos oír, pero que también podemos ver. Campanas que doblan; corazones que laten; flautas que silban melodías ancestrales. Parte activa e integrante de estas piezas, sirven igualmente para construir atmósferas, para intensificar su mensaje conceptual, en definitiva, para acompañar la transmisión de su mensaje; un mensaje de vida, y también de su otra palabra, la muerte.

Y, ahora, para salir de este primer espacio les propongo entrar en un bosque. Un singular bosque formado por esculturas verticales que dibujan en el espacio un trazo hirsuto y eréctil, como podría llegar a ser el gesto que se forma y congela en el vacío de un lingam ancestral, o el perfil de aire del tronco de un árbol.

Un País-Bosque en el que todas las criaturas que lo habitan, pertenecen al noble linaje de la madera, como si la remota memoria de la Madre Madera circulara aún por sus venas y por sus arterias de sabia sangre-savia petrificada.

Material milenario, fauna predilecta del Imperio Verde de la Flora, que nos trae una música ancestral y olorosa de selvas y matorrales imaginarios; un sonido de evocadoras palabras; un intercambio de frases leñosas y clorofílicas, con las que se construye el plausible diálogo-rumor de las hojas, de las ramas, de los troncos de los árboles.

VIAJE AL PAÍS DE LAS TRES DIMENSIONES

La construcción de estas escenografías remite igualmente a una estrategia que ha sido utilizada por no pocos autores dentro del arte contemporáneo: la creación de maquetas y arquitecturas ficticias. En este sentido, y aunque es en concreta referencia al mundo de la fotografía (que, por otra parte, es un lenguaje que Llamas viene utilizando también desde hace ya unos años, como puede verse en las obras que conforman Cercar al Silencio), afirma José Gómez Isla: “Debido a la enorme influencia que han tenido los Becher sobre la fotografía conceptual y el objetivismo fotográfico, un buen número de autores se ha centrado en la construcción de realidades a partir de falsas arquitecturas y escenografías.” Existen, como ya he comentado, abundantes ejemplos de esto. Pero si hay un artista con el que poder establecer una más fuerte analogía, sería a mi juicio con James Casebere, quien también compone interiores arquitectónicos, con una iluminación matizada y difusa, que confiere a estas estancias un semblante casi monócromo y místico, una espacialización de gran poder simbólico, tal como asimismo ocurre en gran medida con las creaciones de Ignacio Llamas.

La serie Cercar al Silencio nos plantea otro juego especular de reflejos, miradas y ecos muy semejante. Los principales actores de este nuevo teatro de representaciones siguen siendo el espacio (exterior – interior) y la luz (juego de iluminaciones y también de sombras). Ahora, como acabamos de ver, hay también un nuevo invitado a este ritual de miradas: el lenguaje fotográfico. Con él, construye una amplia gama de imágenes que retratan mundos análogos; universos duales que son como la palabra complementaria de un mismo concepto: el espíritu humano.

Imágenes fotográficas que, a su vez, no sólo recogen y acogen ese espacio determinado, sino que del mismo modo dialogan y reflexionan con él. En su singular diálogo con el espacio, estas imágenes ejecutan unas mecánicas de expansión -relacionadas con la necesidad postmoderna de romper y transgredir los límites-, que las llevan a iniciar una suerte de elástico viaje en busca de la tercera dimensión, expandiendo la piel de la superficie fotográfica, hasta convertirla en cuerpo.

Son obras que se cuestionan así los límites bidimensionales y esa siempre ambigua linde entre representación y objeto, construyendo unas personales orografías con las que escapar a las fronteras 2D para alcanzar una auténtica, expandida y sensorial ciudadanía dentro del País de Las Tres Dimensiones. De ese modo, el ámbito fotográfico se convierte asimismo, a través de un juego de escalas y percepciones, en volumen, en puro espacio.

ESPACIOS DESVELADOS

En las series Desolaciones y Ausencias el nivel de ocultamiento, de contención, de barrera, de veladura, que imperaba en el reino de luz y de sombra de Refugios del Misterio, desaparece para dar paso a unas mecánicas –aparentemente- opuestas. Lo que antes era habitación, paredes y techo (los músculos con los que se oculta) se convierte ahora, por el arte de magia de la magia del desvelamiento, en un espacio abierto, diáfano, desprotegido. Y, sin embargo, no disminuye la cuota de su(s) misterio(s).

Ahora es como si la mano de un dios –demasiado ocioso o demasiado curioso- hubiera levantado la cubierta de las estancias para desvelar, sin ningún tipo de ambages, un interior que hasta ese momento había permanecido oculto por la sorda música de lo inaccesible. Y lo que se muestra, de nuevo, es la desnuda y abierta habitación de nuestro(s) interior(es); una mirada interna hacia la propia intimidad del ser.

Espacios desvelados que, pese a todo, se mantienen envueltos en una neblina de distancia, en una calima de soledades, en una humareda de silencios. Silencios que, sin embargo, son acompañados –como ocurre en las otras salas- por cadencias sonoras, por huellas de sonidos electrónicos y ambientales. Sonido exterior para entender nuestro sonido interior.

Desoladas y ausentes, estas obras muestran su esqueleto de madera, sus vísceras de barro y piedra, los músculos débiles de la tela, los minutos de la arena, las grises arterias de la habitación desnuda, los huesos descarnados de los dinteles y los ladrillos, las sabias manos de savia de los troncos, el cálido líquido de la luz derramándose por su piel. Cuelgan sobre unos cables, yacen sobre unos pedestales, a la espera de que nos atrevamos a mirarlos, a la espera de que nos atrevamos a mirarnos.