Miguel Cereceda

2015

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La escultura y el plano

No es cierto que Ignacio Llamas sea un escultor. Su formación inicial tiene que ver con el grabado y, de algún modo, el arte del grabado tiene también relación con su desarrollo posterior como artista. A pesar de que el grabado está considerado como la más eminente de las artes gráficas, sin embargo, el trabajo del buril sobre la plancha tiene en sí mismo ya algo de escultórico. Algo evidente, sobre todo en la xilografía, en la que se talla la madera. Tal vez por ello Ignacio Llamas se ha expresado como artista tanto en la vertiente gráfica —aunque más bien como fotógrafo—, como en la vertiente plástica, aunque no precisamente como escultor. De hecho sus construcciones tienden más bien hacia la instalación o incluso hacia la maqueta, antes que hacia alguna de las formas clásicas de la escultura: el modelado, la talla, la fundición, etc. Pero de algún modo ha desarrollado posteriormente aquella doble vocación inicial del grabado, tanto hacia la creación gráfica de imágenes, como a través de la construcción plástica.

No es cierto en cualquier caso que sea un escultor y, a pesar de ello, creo que podemos considerarle como uno de los escultores más interesantes del panorama español contemporáneo. No en balde su problema fundamental o, por así decir, el problema general de su trabajo es un problema eminentemente espacial. Heidegger caracterizó precisamente la escultura, por su relación con el espacio, como una corporización de lugares: „Die Plastik wäre die Verkörperung von Orten“. “Corporización, o materialización de lugares”, tal es la inquietud específica de la escultura de Ignacio Llamas. De hecho, parecería que trabaja más bien con la escenografía que con la escultura. Como si su problema específico fuese precisamente el de generar climas emocionales. “Espacios —dice el artista— que esperan ser habitados”.

¿Habitaciones, entonces? No, más bien al contrario, deshabitaciones. Si hace tan sólo un par de años, en su bellísima exposición de 2012/13 en el Patio Herreriano de Valladolid, todavía la casa y los interiores domésticos constituían una parte dominante de su iconografía, en la exposición que ahora se presenta, en la Fundación Antonio Pérez de Cuenca, la intemperie y la desolación parecen haber dominado por completo el panorama de su obra. Espacios abandonados por el hombre, deshabitados. No en vano, los títulos que se repiten en las últimas series de las obras de Ignacio Llamas son títulos tales como “Vacío”, “Intemperies”, “Abandonos”, “Refugios del Misterio” o “Cercar al silencio”. Títulos que evocan siempre la ausencia, más que la presencia de lo humano.

Esta ausencia se ha ido manifestando en su trabajo en un despoblamiento cada vez más estremecedor. Si antes sus espacios eran escenografías interiores, habitaciones abandonadas o vacías, de las que alguien se había ausentado inesperadamente, dejando una maleta o una silla olvidadas; ahora el artista nos presenta escenarios de intemperie, espacios desolados de escasa vegetación, dominados por la llanura, por el silencio y por el frío. “Criando lilas de la tierra muerta —como escribía Eliot—, mezclando memoria y deseo”. Tierra baldía en la que la progresiva desaparición de recursos expresivos aproxima sorprendentemente la escultura cada vez más al plano.

Tradicionalmente la escultura estaba dominada por el estatismo y la estatura vertical de la estatua. La estatua por excelencia viene a ser para nosotros la afirmación y la autoproclamación del estatuto del propio Estado. El menhir enhiesto y vertical, y el obelisco egipcio vienen a ser la expresión primigenia de esta afirmación del status de la estatua. Esta relación con la constitución, la consolidación y la conmemoración del Estado se confirma en las estatuas de los próceres políticos, erigidas sobre altas columnas. Si la verticalidad resulta entonces un equivalente fálico de la afirmación de la estatura del Estado y del poder, la horizontalidad se relaciona en la escultura más bien con la idea de la muerte. Las lápidas y losas sepulcrales de las iglesias medievales, sin apenas separarse de la horizontalidad, fueron cobrando cada vez más vida, cada vez más volumen y relieve en las esculturas yacentes, hasta llegar, en el Renacimiento, a presentar a los muertos como meros durmientes. El sepulcro del doncel de Sigüenza, que presenta una figura recostada en actitud de leer un libro, es un paso más en esta vivificación de la escultura yacente.

En la escultura moderna fue fundamentalmente Carl Andre el principal artista que renunció deliberadamente a la verticalidad de la escultura. Alineando planchas de diversos materiales sobre el suelo, renunció a los valores viriles, monumentales y masculinos de la escultura fálica, para desarrollar secuencias seriales, semejantes a las de Brancusi, pero siempre en disposición horizontal.

Ignacio Llamas no está como Carl Andre interesado por los problemas formales de la escultura. De hecho sus esculturas, si es que pueden llamarse así, son más bien representaciones figurativas que quisieran presentarnos la idea de paisajes desolados. Sin embargo en escultura, la representación del paisaje, sea urbano o natural, se acerca peligrosamente a la maqueta. Es sin duda el peligro escenográfico del que con más precaución se debe huir. La arquitectura sin embargo ha venido siendo explorada en la escultura contemporánea, con cierto éxito, evitando el peligro de incurrir en la maqueta. Las desarquitecturas de Smithson o las anarquitecturas de Matta Clark e incluso las microarquitecturas de Charles Simonds han tenido en el arte contemporáneo un considerable recorrido. De ellos tan sólo Charles Simonds desarrolló un cierto “paisajismo arquitectónico” que podría tener analogías con el trabajo actual de Ignacio Llamas. El urbanismo arquitectónico en escultura, entendido como paisaje urbano, lo ha explorado con éxito notable entre nosotros Miquel Navarro. Pero lo cierto es que muy pocos escultores se han atrevido con la escenificación del paisaje natural.

Buena parte de las obras más características de Ignacio Llamas abordaban inicialmente escenografías de interior, en las que el elemento arquitectónico codificaba mayormente su lenguaje. Sin duda el componente escenográfico sigue todavía presente en su trabajo y constituye una parte fundamental de la presentación de sus exposiciones. Cuida de las iluminaciones teatrales y organiza los espacios como dispositivos escénicos. Sin embargo ahora se dispone a enfrentarse en escultura con la idea del paisaje y específicamente con la del paisaje natural. Es cierto que a esta deriva parece arrastrarle más bien su fidelidad a la exploración de un problema. Digamos que el paisaje aquí es un resultado, al que el artista se ve conducido por su voluntad de representar la desolación. La desolación es una aflicción extrema y tal vez sólo puede representarse plásticamente mediante la imagen de la tierra devastada, de la tierra muerta y yerma, o de la ruina. Así ha ido abandonando Ignacio Llamas los espacios interiores, las puertas entreabiertas, las sillas huérfanas y las escaleras solitarias, apoyadas junto a un muro, para empezar a mirar hacia el espacio exterior. “Más que un paisaje en la tradición romántica —me dice el artista—, yo creo que son obras que tienen que ver con la idea del campo. Supongo que tienen relación con ese campo castellano más feo, más sobrio”. Es posible que esa poética del campo castellano haya tenido un origen noventayochista. Azorín, Unamuno y Antonio Machado cantaron y especularon en diferentes ocasiones sobre la estética pobre y desabrida de ese campo mesetario. Sin duda su reflexión influyó decisivamente en toda una generación de artistas españoles marcada por esa poética de la pobreza. Vázquez Díaz, Alberto Sánchez, Benjamín Palencia o Díaz Caneja son artistas cuya obra muestra claras huellas de esta estética noventayochista. Particularmente el gran escultor Alberto Sánchez hizo una bandera y una insignia de esta estética rural: “Me dicen: la ciudad. Y yo respondo…: el campo. Con las emociones que dan las gredas, las arenas y los cuarzos: con las tierras de almagra alcalaínas, oliendo a mejorana, entre vegetales de sándalo, con las hojas secas de lija, y un arroyo de juncos con puntos de acero galvanizado; con las tierras de alcáen de la Sagra toledana y los olivos, de tordos negros cuajados”. (Palabras de un escultor).

También como escultor Ignacio Llamas se ha ido acercando a esta estética sobria y desabrida del paisaje toledano. Pero en ese proceso se ha ido liberando de distintos elementos simbólicos y de casi todas las huellas de lo humano. Digamos que la suya es una poética del abandono, a la que se llega también abandonando otros recursos expresivos frecuentes en su anterior trabajo, para abrirse a la inmensidad de la llanura. Por eso sus esculturas se acercan cada vez más a la planitud, porque se encuentran explícitamente interesadas en aproximarse a la planicie propia de la llanura. Con ello también la escultura se relaciona cada vez más con el plano del dibujo o incluso con la plancha del grabado.

Ignacio Llamas dice que le interesa especialmente el paisaje castellano, aunque sus representaciones paisajísticas tienen mucho de páramo e incluso de tundra. La pobreza de la vegetación, la ausencia de colores apuntan tanto a la idea de desolación como a la del invierno. Sin embargo, sus últimas piezas no están por completo exentas de las huellas de lo humano. De hecho en ellas nos encontramos las frágiles huellas de un abandono. Restos de construcciones apenas empezadas, vallas para ganado que nada cierran y nada delimitan, cobertizos abandonados. Posiblemente la idea que su escultura quiere transmitirnos, a través de la construcción de unos paisajes solitarios, sea la idea de desolación y de abandono. O tal vez, mejor dicho, el sentimiento. Pues, como el artista insiste, con razón, con su trabajo no pretende ilustrar ideas de ningún tipo. El sentimiento entonces de abandono y de desolación.

Por tanto no es ciertamente de la escultura de lo que su obra quiere hablar. Pero tampoco propiamente del paisaje. Es del espacio, pero del espacio como escenario del dolor. O tal vez del dolor mismo. De ahí esas dos tendencias extrañas en su escultura: la una hacia la planitud y la otra hacia el vacío y el despoblamiento. Cada vez más cerca del plano vacío. Cada vez más cerca del silencio. El silencio que, como gustaba de decir Juan de Mairena, es el sonido de la nada.