Ignacio Llamas

2004

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Tras un hilo continuo

¿Se pueden establecer parámetros que nos ayuden a determinar la calidad artística de una obra, es más, que nos permitan discernir entre lo que es arte y lo que no lo es?
Lo primero que debemos apuntar es que la obra de arte esta sujeta a unas normas, quizás variables a lo largo de la historia, quizás constantemente revisadas y renovadas, incluso algunas de ellas superadas, pero reales, que definen y determinan la producción artística.
Al adentrarnos en la definición de arte nos damos cuenta que es una tarea compleja, puede ser incluso imposible. Al cabo de un tiempo de análisis y estudio podemos llegar a la conclusión de que si algo define a este es la carencia de normas que lo determinen. Esta ausencia de parámetros es real, si tomamos estos como código estrictos e inmutables, que constriñen y asfixian la creación artística. Pero no lo es tanto si tomamos estas como dictámenes flexibles que posibilitan diversos modos de acercamiento y de interpretación, que van cambiando para adecuarse a las nuevas propuestas artísticas, es más, que se dejan redefinir constantemente por los más novedosos y avanzados planteamientos estéticos.
Aunque parezca que estas posibles normas tan excesivamente elásticas nos lleven de nuevo al punto de partida, es decir a la carencia de ellas, no es así. La diferencia entre una postura y otra es que la falta de normas no plantea límites, llevándonos a una situación en la que todo vale. Lo que puede dar lugar a una disolución del proceso artístico en otras disciplinas como la sociología o la filosofía. Estoy pensando en determinado tipo de acciones que bajo el apelativo de artísticas recuerden más a interacciones de alguna ONG con la única misión de crear opinión o llamar la atención sobre una determina problemática.
La existencia de estos códigos, aunque puedan parecer tan abiertos que den cabida a todo, sí plantea límites que nos permiten movernos siempre en un único ámbito: el artístico.
Si esta postura es aceptada, podríamos pasar a tratar de descubrir cuáles son estos parámetros y tentar un posible enunciado, sin perder nunca de vista su carácter abierto, dinámico y mutable. Teniendo también en mente que la evolución artística puede y debe alterarlos, y el hecho de que no dejan de ser fruto de su tiempo.
También es verdad, no voy a negarlo, que hay en ello una intención de universalidad, no sólo geográfica y cultural, también temporal. Son normas que deben servir para juzgar las manifestaciones artísticas de cualquier cultura o civilización, al igual que las de cualquier momento histórico, pasado y futuro. Trato de buscan con ellas ese hilo que anuda manifestaciones tan diferentes como un relieve rupestre, una laca japonesa o una pintura cubista; un edificio minimalista, un jardín seco o una sinfonía, y que están todos unidos bajo el apelativo de arte.

Quizás, solo quizás, halla una primera norma básica que determine todas las demás normas. Esta es: El arte lleva a una relación con lo intangible, con lo trascendente.
Al ponernos delante de una obra de arte no podemos quedarnos en su epidermis. Debemos entrar en ella dejándonos seducir por su capacidad de evocación, descubrir lo que hay detrás de esa realidad palpable compuesta por materiales, historias, colores. Traspasar su corteza exterior para descubrir el gran tesoro que porta. Tesoro que hace saltar al alma, que le da la posibilidad de disfrutar de un fragmento de infinito.
Sólo si la obra contiene este tesoro, es decir, si tiene la capacidad de trascender lo tangible, solo entonces, es una verdadera obra de arte.
En una manifestación artística podemos encontrar una función práctica o descubrir un detonante emocional. Puede transmitirnos una idea determinada o un concepto estético, filosófico o sociológico concreto. Puede estar comprometida social, política o culturalmente. Todo esto puede existir en la obra de arte pero no es consustancial ella. La determina pero no la define como tal. Lo que sí lo hace y, por lo tanto, la convierte en la premisa básica, es la capacidad para elevar al espectador y hacerle percibir un deleite, no físico, racional o emocional, únicamente, sino, sobre todo, hacerle experimentar un goce en el alma, un goce espiritual. Hacerle degustar lo intangible.
La belleza, contenida en la relación que se establece entre todos los elementos que forman la obra de arte, es la llave que porta en sí la capacidad de relación tanto del creador como del espectador con la Belleza absoluta, la cual se encuentra inmersa en lo trascendente. Por esta razón la verdadera obra de arte siempre desvela constantemente nuevos secretos. Si no fuera así se convertiría en arqueología, solo en testigo de su tiempo, no en transmisora de luz para cualquier época.

Junto a esta característica básica del arte, se pueden hallar otras normas igualmente válidas a la hora de definir el contenido artístico de una creación plástica, escénica o musical.
Estas premisas son secundarias, no por su menor importancia, sino porque son normas más concretas que ayudan a la obra a alcanzar su fin último, que es el de trascender.
Estas normas son: relación de opuestos, austeridad de medios, capacidad de sugerencia, universalidad, aportación a la evolución del arte.

El primero de estos códigos analiza la relación de equilibrio que debe darse entre las diferentes partes que constituyen una obra de arte.
Toda manifestación artística está formada por un complejo número de relaciones internas y externas. Entre ellas hay que tener particularmente en cuenta las relaciones que se dan entre la parte formal y la conceptual, entre el aspecto estético y la idea a transmitir, entre los materiales utilizados y la temática elegida. Al igual que las relaciones entre el artista y la obra creada y entre esta y el espectador.
Entre todos estos ámbitos debe existir una vinculación armónica que nos haga percibir la obra como un todo, donde una parte no domine a la otra. Esto no quiere decir que tenga que haber una absoluta igualdad en el peso de todas y cada uno de los aspectos que configuran la obra de arte. Habrá obras en las que venga en evidencia, principalmente, el material, otras en las que predomine el aspecto conceptual, o venga de manifiesto el componente estético. Lo importante es que entre todas ellas haya una relación de equilibrio, donde unas no estén subordinadas a las otras, de modo que obtengamos como resultado una obra unitaria, homogénea y coherente.
Si en una obra se da el dominio de un ámbito sobre otro llegamos fácilmente a situaciones que nos alejan de la actividad artística. Pongamos dos ejemplos: un primero en el que tengamos una obra en la que no hay un contenido o una idea detrás o ésta está subyugada al aspecto formal. Dicha creación será solo fachada, únicamente escaparate. Tendremos un producto no artístico sino meramente decorativo. No es que esto sea negativo, únicamente es que pertenece a otra categoría diferente.
El otro ejemplo es el caso contrario. Una obra que da una importancia tan grande al concepto, a la idea que quiere comunicar que se olvido, o no tiene suficientemente en cuenta, el aspecto plástico. Esta podrá ser muy interesante pero habrá dejado de pertenece al ámbito de la Belleza, y por lo tanto del arte, para situarse en el campo de la Verdad, y por consiguiente entrar en el terreno de la sociología, la filosofía, la política o la acción social.

La segunda relación que enunciábamos anteriormente, está muy vinculada a la primera, estableciéndose entre ambas una estrecha relación. Austeridad de medios, sobriedad de recursos.
En la creación artística deben utilizarse únicamente aquellos elementos y recursos que sean estrictamente necesarios. El exceso de medios va en detrimento de la potencia transmisora de la obra de arte al suponer un adorno innecesario que provoca una distracción con lo anecdótico. Pero la escasez de éstos también reduce la potencia expresiva de la creación plástica al no dotarle de los recursos suficientes para desarrollar plenamente su proceso comunicativo.
Por lo tanto la obra de arte debe ser rica y pobre a la vez. Rica al utilizar todos los medios que necesite y pobre al emplear únicamente aquellos recursos que son imprescindibles.

También, muy vinculada a la primera, está la capacidad de sugerencia. Se debe contar, comunicar, pero sobre todo se debe sugerir. Es el arma más potente y eficaz en la creación artística. Suscitar en el espectador ese algo más presente en la obra, pero no representado, que la dota de la capacidad de hacerle participe de lo intangible. Es el medio más adecuado de establecer una relación equilibrada entre la obra y el espectador. Relación a la que hacíamos referencia en la primera norma analizada. Una creación artística que grita y no susurra, corre el riesgo de imponer la idea que quiere transmitir y con ello reducir la capacidad de comunicación y comunión que el arte lleva implícito. Al tratar de imponer algo, eliminas la libertad en el espectador y con ello el proceso de relación que debe darse entre ambos.
Esta capacidad de sugerencia nada tiene que ver con la sutileza, la rotundidad o la agresividad con que se elabora conceptual o estéticamente una creación artística. Evidentemente, como habíamos apuntado antes, todo en la obra está relacionado. Se puede ser rotundo o incluso agresivo sin perder con ello la capacidad de sugerencia, al igual que se puede ser sutil y a través de esta delicadeza tratar de imponer algo al receptor de la obra.

Universalidad de la obra artística. Con ello entraríamos en el cuarto parámetro o norma que estamos tratando de analizar. La universalidad de una obra no se encuentra en su capacidad para mezclar elementos de diferentes culturas. Por el contrario, está en la capacidad de enraizarse en la propia cultura. Una obra artística es más universal cuanto mejor sea entendida por las demás culturas. Y la mejor forma de ser comprendida es la de ser fiel a sus propias raíces, a su propio origen.
La verdadera universalidad de la obra radica en su capacidad para conectar con lo trascendente y comunicar la porción de infinito, de eterno, que está llamada a desvelar. Su universalidad y atemporalidad derivan de su participación de la Belleza. Y es esta participación la que dota a la verdadera obra de arte de la capacidad para ser comprendida por personas de otras culturas y razas, pero también por personas de cualquier época histórica.
Como hemos apuntado antes, los elementos externos de una obra de arte (temática, colores, formas ideas a transmitir, etc.), mediante la relación que se establece entre ellos, dotan a esta de la capacidad de comunicar la porción de Verdad que está llamada a transmitir. Que se da como participación de la Belleza. En este estadio tan íntimo de la obra de arte es donde se encuentra su verdadera universalidad y atemporalidad. La temática, la estética, la idea de un producto artístico puede ser en mayor o menor medida comprendido y asumido por el espectador. Pero cuando se establece una relación profunda con la obra es por que se llega a captar y degustar el aroma de lo intangible que toda verdadera obra de arte contiene. Y este no está sujeto a épocas históricas, gustos estéticos o planteamientos culturales determinados, pues es participación de la Verdad y la Belleza absolutas.

La última norma, no por ello menos importante, de la que querría hablar es aquella por la cual la creación ha de mantener una relación tanto con el pasado como con el futuro. En la obra de arte debe darse una vinculación con la tradición artística y con las enseñanzas que las creaciones precedentes nos comunican, que enriquece y sostiene. Esto convierte a la obra en transmisora de una belleza ya descubierta y experimentada. Pero, no debe quedarse únicamente en las aportaciones del pasado. Al tiempo, debe tener una carga de novedad lo suficientemente grande para aportar algo al proceso evolutivo de las artes, del mismo modo que hicieron las grandes obras del pasado en su momento. Es la única forma de poder crear una relación con las generaciones futuras, como las del pasado crean actualmente con nosotros. Esto convierte a la obra de arte, también en generadora de belleza.
Si se concibe la belleza, (referida a lo creado: naturaleza, obras de arte…) como participación de la Belleza, entonces es fácil pensar que esta segunda es algo inabarcable y que, por lo tanto, la primeraa siempre estará en continua evolución, en permanente desarrollo, para aproximarse cada vez más a la Belleza.
En consecuencia, paso a paso se va descubriendo nuevas normas de la belleza que la harán más semejante a la Belleza y que la posibilitaran participar de ella más profundamente.
Cuando se crea una verdadera obra de arte, ésta participa de todas las enseñanzas, ya existentes, de la belleza. Además en sí contiene una novedad para la belleza, que así se desarrolla, pero no para la Belleza.
En un principio la obra de arte puede ser tomada como fea y, en apariencia, romper con las normas tradicionales de la belleza y, por lo tanto, no ser considerada arte. Con el tiempo se comprende la novedad que conlleva y se descubre la porción de la belleza que llevaba oculta, pasando a ser asumida y a ser utilizada como un valor más. Este proceso en ocasiones se realiza de forma casi inmediata, pero en otras se necesita un período de tiempo más largo. Éste depende, principalmente, de la madurez estética de la sociedad receptora y de la carga de novedad que aporte la obra de arte.
El artista asume estas características ya conocidas de la belleza y las usa en su proceso de creación e incluso, en ocasiones, puede transgredir alguna de ellas. La finalidad que se persigue es desarrollar, evolucionar, aunque, en apariencia, se vaya contra ellas. Esto es parte del proceso de renovación y readaptación continua de la belleza, para asemejarse lo más posible a la Belleza.
El creador tiene la misión de poner su talento al servicio de la belleza para así ratificar cada una de las enseñanzas del pasado, y por lo tanto ser su transmisor. Tiene, así mismo, la misión de innovar (no habrá de inventar), de profundizar de tal manera en la belleza, que sea capaz de generarla. El artista no puede conformarse con un recrearse en las pautas ya conocidas. Debe arriesgar, debe profundizar, para ser generador de belleza, no sólo transmisor. Si no se es las dos cosas a un tiempo: transmisor y generador de belleza, no se es un verdadero artista, no se aporta nada al arte ni a la belleza. Se utiliza el arte tan sólo para un disfrute personal, cómodo, sin el riesgo al fracaso, al error, a la incomprensión. Le cierra el paso a la verdadera belleza, aquella que no permanece inmóvil, que está en permanente evolución; aquélla que tiende constantemente a ser más Bella.

Concluyo recordando la intención primera de este análisis, que es, tratar de dar respuesta al porqué asociamos un número tan variado de objetos y actitudes bajo un único calificativo: el artístico. Y con ello descubrir ese hilo que se esconde debajo de todas ellas. Que entrelaza un considerable número de manifestaciones humanas presentes en todas y cada una de las diferentes civilizaciones, y que aparentemente carecen de una vinculación común. Ese hilo continuo que ha anudado todas y cada una de las manifestaciones artísticas realizadas desde los albores de la humanidad, y que seguirá entrelazándolas hasta que el hombre deje de ser hombre.